Luego de la muerte de mi padre, decidí visitar a Josué, el viejo Jota, uno de sus mejores amigos. Quería conversar con él, en la tranquilidad de su cabaña, sobre la infancia y juventud que ambos compartieron. Para hacerlo a la antigua, empaqué algunas cosas en mi mochila de explorador, y, después, tomé el autobús que me llevaría a la montaña. Atrás habían quedado la comodidad de mi hogar y mi todoterreno último modelo.

El conductor anunció la parada y me dejó en medio de la nada. Luego de caminar varios kilómetros, llegué a la solitaria cabaña. A pesar de su carácter rudo, Josué me recibió con alegría, aunque su presencia me resultaba un poco inquietante.

Los días pasaron, y, en una tarde cargada de pesadez, lo acompañé a recolectar leña. Jota, quien se veía nervioso, condujo su vieja Dodge a toda velocidad, tal vez temeroso por alejarse de la seguridad que le brindaba la cabaña. Las sombras crecieron y la oscuridad avanzó, entonces sentí que algo, tal vez lúgubre, se avecinaba.

Mientras ambos cortábamos leños y los apilábamos en la Dodge, la escasa luz del sol parecía presagiar una extraña presencia en el aire. De repente, la música proveniente de la radio de baterías fue reemplazada por una estática estridente. Josué me tomó por los brazos y me llevó hacia la camioneta, después, aceleró la Dodge a tal velocidad que temí que íbamos a volcar. Al rato, sentí que algo cayó en la parte trasera del vehículo. Cuando intenté girar la cabeza, Josué me agarró del cabello y me gritó con desesperación: «Por el alma de tu padre, solo mira hacia adelante».

Sintiendo una opresión en el pecho, obedecí sin cuestionar. Los golpes que resonaban en las ventanas y en el techo de la camioneta se transformaron en un roce siniestro. Parecían ser las garras de algo que clamaba por mi atención. Mientras tanto, Josué conducía con frenesí, desafiando la cordura, buscando refugio.

Al acercarnos a la cabaña, la extraña presencia desapareció. Un silencio ensordecedor envolvía el ambiente, aunque los ojos de Jota reflejaban terror. Los días pasaron, intenté obtener respuestas, pero el montañés permaneció en silencio. Era evidente que él sabía lo que habíamos experimentado en aquella maldita noche.

Los días pasaron y, cuando noté que los leños escaseaban, tomé la mochila y me despedí de Josué. Antes de partir, me abrazó con desesperanza y me susurró: «Hay cosas que el ser humano no debe atreverse a descubrir».

Aquella fue la última vez que lo vi.

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San Antonio de Escazú, 14 de junio de 2023