Las tonalidades anaranjadas y doradas decoraban el cielo; la ciudad despedía al sol y a sus ráfagas de colores. La gente caminaba despacio, arrastrando los pies por las calles empedradas; era una tarde más en Hong Kong.

La sirena de los barcos, el sonido de las olas y los aromas me sumergían en una esfera de placidez. Las aves volaban sobre las aguas, y, los pescadores, desembarcaban de sus botes. La ciudad, el cielo y el mar era una amalgama de olores, matices y sonidos.

En el tablero, yo libraba una batalla. Las piedras estaban puestas en formación, apostadas sobre las líneas y vigilando los espacios vacíos. Era un choque silencioso, donde la mente establecía las estrategias y las celadas.

En el Go, el tiempo fluye al igual que el agua del río y la tranquilidad del manantial. Cada piedra es un hito donde uno edifica y expande sus dominios. Me enfrentaba a un guerrero excepcional, un emperador que no cedía un solo átomo de la tabla. 

A pesar del grato ambiente, la tensión era palpable alrededor de la mesa improvisada. Los rayos de luz, casi a punto de morir, pintaban el aire e iluminaban mis movimientos. La suave brisa y el olor a incienso añadían un toque ceremonial al táctico duelo.

El tiempo observaba la disputa, como si rindiera tributo a la efímera grandeza del encuentro. Estuvo lleno de desafíos, y al final, perdí ante el contrincante impasible. Mis esperanzas fueron destrozadas por un mal movimiento.

Mientras oscurecía, en mi mente quedaba grabada aquella batalla. Hong Kong era ahora parte de mi historia y recordaría esa escena en cada relato que escribiera.

San Antonio de Escazú, 2 de agosto de 2023.

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