Jeremías era hombre solitario, pero no por elección. Desde joven había sufrido de una extraña enfermedad que lo hacía ver imágenes sombrías. El médico dijo que era estrés, pero para Jeremías era algo mucho más que eso.

Decidió vivir en una pequeña cabaña en medio del bosque. Allí intentó encontrar la paz que necesitaba y se dedicó a cultivar su propia comida y a nadar en el arroyo. A pesar de esto, no había paz en su mente.

Con el tiempo, se dio cuenta de que lo que crecía en su interior eran sus propios demonios. Pero, en vez de dejar que ellos lo controlaran a él, decidió hacerlos sufrir. Se dedicó a estudiarlos, a descubrir sus debilidades, a analizar sus formas de actuar.

Una noche, mientras observaba una fogata, decidió que era hora de poner en práctica su plan. Se levantó y fue al armario donde guardaba su caja de herramientas. La abrió y sacó unas hojas amarillentas, una vieja pluma fuente y una botella de tinta.

Escribió una historia en la que sus demonios eran los protagonistas. Les dio un nombre, un origen, una personalidad. Los hizo reales. Con cada palabra, Jeremías sentía que su mente se liberaba. Por primera vez en mucho tiempo, podía ver a sus demonios con claridad. Continuó escribiendo, día y noche, hasta que por fin terminó su obra maestra; un cuento sobre sus propios traumas y pesadillas, escrito de forma tan vívida que casi parecía real.

Decidió que era hora de confrontar a sus miedos de una vez por todas. Tomó su cuento y lo leyó en voz alta, frente a un espejo. Se enfrentó a sus demonios, los hizo sufrir, a través de la escritura y la introspección. Les mostró que no eran más que parte de él mismo, y que podía controlarlos.

Con cada lectura, los demonios se volvían más débiles, y, al final, todos murieron, ahogados en los pensamientos de Jeremías. Desde entonces, se dedicó a escribir sobre lo que le apasionaba, lo que lo asustaba y lo que lo hacía feliz, aunque los demonios a veces intentaban volver.

San Antonio de Escazú, 11 de mayo de 2023.

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