Bajo la luz de los LED, el hombre toma el cuchillo y comienza a cortar. El metal se detiene cuando choca con el hueso. La mujer entra y, al ver lo que ocurre, el miedo y la incredulidad la invaden.

—¡Es que estás loco?! —grita Verónica—. ¿Es que no sientes el dolor? ¿Es que no te da asco? ¡Un poco de humanidad!

—Siento cuando cada fibra se rinde, siento cuando el cuchillo separa los músculos —responde Críspulo—. No puedes ir en contra de mis instintos… si un dios existiera, haría lo mismo que yo hago en este momento.

—¡Basta! No puedes ser tan insensible. No puedes sentir placer con las manos llenas de sangre, ¡es un asco lo que haces! ¡Y no metas a Dios en esto! ¡Ya, detente!

—¿A cuál dios te refieres? ¿Al abrahámico? ¿Al que mandó a sacrificar a decenas? ¡No me hagas reír!

Los LED alumbran el suelo. La sangre, que al principio era un punto, ahora es un mar espeso que se abre paso a través de cada hendidura del cemento. El flujo sanguinolento toca el zapato de Verónica.

—¡Ya, detente!

—Puedes irte cuando quieras. Tu repugnancia no es nada comparada con la salivación que inunda mi boca… los aromas, el fino acto de cortar… es algo insuperable.

—Lo siento. No puedo estar aquí.

—Te lo dije antes de que aceptaras el empleo. Te dije que una carnicería no era el lugar correcto para un vegano. Habla con Fayol, él te pagará el monto exacto de tu liquidación. No hay rencores.

Verónica se quita el delantal y lo arroja sobre la mesa. Las arcadas de su estómago la hacen correr hacia el patio. El hombre pone la carne sobre la báscula.

—No he perdido mi toque —dice Críspulo, el carnicero—. 1 250 gramos exactos de mi mejor corte.

El cliente paga, toma la carne y se va. Hoy disfrutará de un buen asado.

San Antonio de Escazú, 28 de enero de 2023

Imagen de Carsten MüllerPixabay