La aurora boreal ilumina la noche. El detective sigue los pasos de algunos sospechosos. Sin embargo, al cruzar las esquinas, estos desaparecen. Piensa que se trata del cansancio, ya que tiene 36 horas sin dormir.

El teléfono celular vibra, Albencio lo saca del bolsillo. Al recibir las nuevas instrucciones de la voz azul, el investigador llega a La Estela. El edificio, que antes era referencia citadina, ahora es una ruina que lucha por mantenerse en pie. La puerta invita al inesperado visitante a entrar en el antiguo hotel.

Las telarañas se alejan. Al llegar a las escaleras, nota que falta poco para que colapsen y se vengan abajo. Con cuidado, las sube. Las vigas se asoman y miran al hombre, quien, pistola en mano, llega al primer piso.

Derriba la puerta de una habitación sin ventanas y encuentra un cuerpo. El investigador sospecha que los narcóticos han cobrado otra víctima, pero queda sin respuesta al no encontrar pinchaduras en los brazos ni entre los dedos. Tampoco observa rastros de cocaína en las fosas nasales del cadáver. Un antiguo reloj analógico, de color rojo, es testigo de la escena.

—Es el séptimo caso que ha ocurrido en menos de cinco horas. Los oídos ensangrentados es lo único que tienen en común, ¿qué tramará esta gente? —activa su celular y pide refuerzos—.

La oficial que contesta la llamada habla un extraño dialecto chino. Albencio responde en alemán, su interlocutora da las gracias y cuelga. El aceite rojizo que cae del techo ahoga el piso lleno de grietas y hojas quemadas. El muerto mira al investigador.

Los rincones se redondean, en segundos, el cuarto se transforma en una esfera de metal. El detective deja de respirar, llega la oscuridad y con ella, las convulsiones. Su amigo desconecta la interfaz hombre-máquina.

—Una sobrecarga. Segundos más y eso hubiera sido todo —interviene Galú—. Nunca saliste del cuarto. Quien viajó, fue tu psique y te dibujó una realidad alterna, superpuesta. Hay algo de filosófico en esto, aunque es otra historia. ¿Lo que viviste es cierto? Casi todo. Los agentes han confirmado los casos que descubriste durante los cinco minutos que duró el trance.

—¿Qué estás diciendo?

—Lo que escuchaste. Los drogadictos de antes usaban narcóticos, los de hoy, cargas, pulsos y sonidos que imitan al fentanilo y otras sustancias. Las neuronas se excitan, después, todo el cuerpo; las pulsaciones, la transpiración y la respiración suben, al final, llega el colapso.

Galú apaga el transportador episódico. Además, guarda la ventosa y los cables que conectaban a su colega con el aparato.

—Confórmate con ver desde la ventana, no podrás dar un paso.

—Estamos pagando un precio muy alto por la tecnología.

—No es un asunto de computadoras, sino de control y de dinero. Los políticos se preocupaban porque veían a los sintechos, esclavos de las piedras de cocaína, sin esperanza. Eso levantaba titulares y restaba votos.

—¿Y esto no?

—No. El adicto paga cinco dólares por una suscripción de dos días y muere en su casa. Las estadísticas revelarán que han aumentado los derrames cerebrales. Los ecologistas culparán al humo, otros, al azúcar y a la vida sedentaria. Los primeros tendrán sus titulares, las empresas promocionarán alimentación sana, la gente irá a los gimnasios. No hay ruido, pena, ni votos perdidos.

Albencio mira al viejo escritorio y recuerda una conversación relacionada con una pelirroja. En su mente, el cabello de la mujer se convierte en serpientes de fuego que lo ahorcan. El tranquilizante que recorre la vena funciona de inmediato.

—Este es el problema de ser un conejillo de indias —interviene Canguelo, inyectadora en mano—.

Un ruido inunda la habitación, aunque la reducción en la cadencia de las ondas indica que la patrulla se aleja del lugar. El vídeo de los tres hombres que conversan en el despacho, se detiene, el televisor se apaga y el inspector pone el telemando sobre la cama. Su amigo no da crédito a lo que acaba de ver.

—Pasó cuando te conectaste. Terminará en desastre si no paramos esta tecnología.

—Cada uno es libre, tendrás que apagar todo.

—Me siento impotente. La única manera de acabar con esto es desconectar a todo el país, y, eso, es imposible.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí?

—Dos días, pero pronto saldrás de alta. Necesitamos que te mejores.

El tiempo se detiene en el hospital militar y los dos hombres cesan sus movimientos. Un hombre, en el laboratorio, toma la palabra. Su acompañante se acomoda la falda luego de cruzar las piernas.

—Galú me pidió discreción. No pude grabar en su despacho, así que tuve que hacerlo a escondidas en el hospital. Antes podríamos identificar a los mercaderes, pero ahora, es casi imposible. Es cuesta arriba rastrear las transacciones hechas con criptomonedas, identificar el origen de las conexiones, controlar las transmisiones satelitales. ¡Tanto avance en la tecnología ha determinado el caos!

Al observar los ojos del científico, la mujer recuerda la expedición que hicieron al Lago de Maracaibo. Ella siente que la mirada de Canguelo la aprisiona y que es tan fuerte como los tentáculos de Kraken. La gente ve un hombre enigmático, excéntrico; ella ve una lumbrera, un genio irresistible.

—¿Qué sabes de Albencio? —responde Minerva, intentando zafar la incómoda situación—.

—Mejorará, pero la ciudad muere.

En el centro de la ciudad, el viento sopla, los papeles vuelan y forman remolinos de suciedad. La red oscura almacena millones de vídeos y audios n-neurales. En el cerebro de varios adictos las auroras iluminan las azoteas de ciudad Darkia.



San Antonio de Escazú, 24 al 26 de Abril de 2023.

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