Mi existencia se desvanece en la monotonía de los días. Sobrevivo, gracias a un empleo absurdo, en una ciudad donde el odio campea en cada resquicio. Mi pequeño apartamento, oculto en un callejón, refleja el desgaste de mi alma. Las paredes agrietadas y los viejos muebles parecen susurros de mi desgracia.
Cada mañana me uno a la cáfila de androides de carne y hueso que cohabitan en la oficina. Es una batalla interminable, cansina, movediza, y así, muero, sumergido en un lodazal que parece no tener fondo.
Vivo ahogado en una bruma de pesares, aunque, por fortuna, la tarde cubre los edificios coronados por la melancolía. Encuentro en la noche una tregua momentánea. Es ella, mi amante, la compañera que me protege con su negro manto.
Cuando el horizonte se traga el sol y la jungla citadina se ahoga en la oscuridad, algo en mí se transforma. Explota una metamorfosis y mi yo verdadero emerge de entre las sombras. Durante la placidez nocturna encuentro una fuga momentánea a mi tristeza.
El viento, el silencio, se convierten en mis aliados, regalándome consuelo y guía. Cierro los ojos y dejo que mi corazón me lleve a lugares ocultos, que me haga olvidar la miseria diurna.
Cuando Helios despierta, reaparece mi condena. El efímero embrujo nocturno me abandona con cada rayo de sol; de nuevo, llega la noria del día a día.
Entonces, la desesperanza me acecha y asecha en las esquinas, como si la maldita ciudad se nutriera de mis sueños frustrados y mis esperanzas ahogadas. Mi historia es un eco perdido en el concreto, un grito silencioso.
Envejezco, viviendo entre almas podridas, desoladas. Y mientras tanto, sigo buscando en la penumbra de la noche la redención que tal vez jamás encontraré.
San Antonio de Escazú, 16 de mayo de 2023
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